martes, 1 de abril de 2014

Entrevista a Reinaldo Edmundo Marchant por Francisco Almarcegui

Reinaldo Edmundo Marchant 








Reinaldo Edmundo Marchant y Francisco Almarcegui 











             
















(San Vicente, Chile) Francisco Almarcegui  

Literatura y balompié, asunto de carácter


                     Tengo ese privilegio de conocerlo de niño. Mi padre,  un vasco de cepa fanático del fútbol, don Constantino Almarcegui Legaz, en una final de campeonato que hoy llamaríamos Categoría Sub 12, en el mítico y todavía vigente Estadio El Llano, me dijo con ese acento español que nunca lo abandonó: “coño, el que juega de 10 tiene carácter”. Para él tener carácter era una marca. El sello fundamental de un individuo. Y se traía o no. “Vea, ordena, la pide, y no se enoja nunca, coño”. Yo había pasado los veinte años. Administraba y era libretista de espectáculos en el famoso Teatro Huemul. Por ahí pasaban algunas de las bandas musicales más importantes de los años setenta. También teníamos de vecinos a connotados escritores: Toño Freire,  Carlos Droguett, Manuel Gandarillas, Luís Durán … Muchas personalidades. Todavía, frente al Teatro Huemul, una casa luce orgullosa una placa de cobre: “aquí vivió Gabriela Mistral”. Era cierto, el alcalde Jaime Ravinet  la obsequió como sinónimo de preservación. El pianista Roberto Bravo no pudo adquirir la propiedad: fue nombrada Patrimonio Cultural. Cerca de dos años esa fue la morada de la Premio Nóbel. “¡Coño, qué hermoso gol!”, exclamó mi viejo. El que llevaba la 10 eludió un par de rivales y empujó casi con  vergüenza el balón a la red descubierta. Los hinchas de su club el Unión Milán enloquecieron, el chico no. Vino a sonreír cuando sus compañeros llegaron a abrazarlo.

Ahora ese mozalbete es un hombre. Sabía que desde unos años dicta clases de literatura en escuelas rurales de la Sexta Región y esta entrevista surgió en Larmahue, al pie de unas conocidas Rueda de Azudas, que aparecen en la fotografía de portada.

Así era y sigue siendo Reinaldo Edmundo Marchant, un ex futbolista que se dedica a escribir libros, como suele definirse. Es el quinto hijo de doña Rosa Marchant – usa su apellido materno; su padre, Mario Arriagada Cuadra abandonó el hogar a meses de nacer este su último hijo-. De aquel hecho futbolero han pasado más de cuatro décadas. Distante quedó ese pasado de aprecio que recibía cada fin de semana. Su paso por Deportivo Aviación. El alejamiento junto a parte de su familia a la Argentina – su segunda patria, repite cada vez que nombran a ese país- en 1974, con sólo diecisiete años.


“El fútbol llegó conmigo adherido a mi pies”


Reinaldo Edmundo Marchant es un piscis que, hasta el día de hoy,  la gente lo aprecia y estima en la zona que lo vio crecer. De tanto en vez regresa a ver “a sus verdaderos y mejores amigos”. Le demuestran afecto. Algo de respeto deber existir: fue uno de los pocos muchachos que jamás recibió apodo. Y aquellos que se han criado en arrabal saben que ello es demostrativo de muchas cosas.


   -Qué te parece si arrancamos con el tema del apodo…

Ríe sonoramente.


    -Fuiste uno de los pocos al que no “marcaron”…
    -¿Sabes cuándo me di cuenta de eso? Al dedicar mi primer libro de fútbol (La alegría del pueblo, Ediciones Bravo y Allende, 2002) a todo el plantel del Unión Milán: puse nombre, apellido y seudónimo, a cada uno, y cuando llegué a teclear el mío, que era el último, caí en cuenta que no tenía sobrenombre…
     -Te decían Reina.
     -Sí, pero porque les costaba decir Reinaldo (risas). Entonces ese nombre no era muy común y la mayoría decía: Reinardo, con r… De modo que facilitaron las cosas podándome el nombre, astucia de barrio (vuelve a reír).
      -Qué te dejó el  crecer en un suburbio.
      -Todo lo que soy. Ahí conocí la maravillosa felicidad del fútbol, aprendí a trabajar de niño, a saber prematuramente asuntos como el dolor, la injusticia humana y, también, los viejos y entrañables dirigentes del club me enseñaron la modestia, a no encandilarme nunca con nada, saber que para lograr las conquistas más pequeñas es inevitable el sufrimiento y la humildad.
       -En especial había un dirigente…
       -Don Mario Álvarez –interrumpe-. Me veía jugar en la calle y fue quien me inscribió en el Unión Milán para jugar en la categoría de diez años, teniendo yo nueve. No sólo eso, él me habló de llevar la diez en la espalda, que si bien uno no la ve, sabe que la tiene detrás, acompañándote como un santo. En el camarín, luego de cada charla, don Mario iba entregando uno por uno la camiseta y a la vez impartía instrucciones precisas. A mí siempre me dejaba para el final y me decía: tú vas de nueve y medio…, y me pasaba la número diez. No hablaba nada más. Yo sabía que pedía fútbol, creatividad y goles, obligación que tenían quienes llevaban esa posición en esos años.
        -¿Se puede decir que fue él quien te enseñó a jugar fútbol?
        -No. Sólo te guían. Ni a jugar ni a escribir nadie te enseña. El  fútbol llegó conmigo adherido a mis pies, perdonando la expresión.
         -Y a escribir…
         -Lo mismo –vuelve a interrumpir-. La creación vino conmigo adherida en mi imaginario. Esto te lo puede repetir  cualquier futbolista y cualquier literato con cierta dosis de honestidad.
         -No se aprende…
         -Estas cosas, no. A ser profesor, físico, astronauta, sí te enseñan.
         -Hay muchos que señalan que sí uno puede aprender a escribir y a jugar fútbol.
         -Tienen razón. Pero lo hacen de forma rústica. Existen famosos ejemplos en el fútbol. Y en la literatura también. Pablo Neruda y Gabriela Mistral nunca fueron a un taller literario. Y no me imagino a los grandes escritores de todos los tiempos recibiendo incautas instrucciones de parte de un escritorcillo ocasional.
          -¿Entonces no sirven esos talleres literarios?
          -Ni los talleres ni las escuelitas de fútbol forman talentos.  Los dones llegan adheridos al misterio más insondable del ser humano. Después se pule o no, se trabaja o desperdicia, se desarrolla con fuego, disciplina y tenacidad, o simplemente se abandona.
           -¿Te tocó ver perderse a talentos innatos?
           -Conocí a unos cuantos, en el fútbol y la literatura. No es fácil perseverar en oficios donde el futuro es una incógnita. Muchos ignoran la incertidumbre y la desazón que pasaron grandes astros del balompié y de la literatura. Es recomendable conocer esas historias. Uno comprende mejor en lo que está y en la que se metió por nacer con una devoción especial, que no te deja la posibilidad – cuando se tiene en serio- de dar jamás un paso al lado.
            -¿No se puede abandonar?
            -Exactamente, cuando la tomas en serio, insisto. José Donoso me hablaba de todo el dolor e indiferencia que le tocaba experimentar a un escritor. Más encima la gente te viene a considerar cuando sacas un producto, el libro. Antes pasas meses, años, digitando en una soledad que debe ser la más heroica que debe existir. Donde a veces no tienes a nadie que te arrime siquiera un cafecito…
              -¿Qué es lo vital para escribir?
              -El oficio literario. El crear y luchar cada día con las letras, palabras, frases. Los que tienen oficio literario nunca dejarán el lápiz y el cuaderno. Estudié en la facultad de letras de la Universidad Católica y la mayoría se investían de poetas y prosistas, todavía ando buscando algún libro de alguno de ellos… (risas).


Le cuento aquella pasada historia de mi padre, en el Estadio El Llano, cuando dijo que tenía carácter. Sonríe.

         
                -¿Eso dijo el español? –exclama incrédulo.


Piensa un momento.


                 -Es probable –indica a continuación-. Como nací en un hogar lleno de necesidades, me obligué a formar tempranamente un temperamento de sobre vivencia. Eso me condujo a luchar cada día. A no darme por vencido aunque muchísimas ocasiones el agua ha tapado mi nariz. Esta característica se la debo al fútbol: tú en un partido te hundes, afloras, gritas, callas, celebras, y entristeces de una forma terrible: ahí comprendí que uno puede perder pero nunca perder la cabeza.
                  -Yo  recuerdo la mesura que tenías para celebrar los  goles, ¿por qué tanto auto control?
                  -Era por lo mismo: los viejos me enseñaron la proporción en el festejo y en la derrota. Don Mario solía decir: somos Campeones, pero del año que viene nada sabemos que ocurrirá.
                  -Esto me da pie para preguntarte: ¿qué es más limpio, el fútbol o la literatura?
                  -¿La verdad?
                  -Por supuesto.
                  -¡El fútbol!
                  -Por qué.
                  -En el fútbol no importan los apellidos, ni la marca de los zapatitos, las poses, tampoco la basura económica: sales a un campo abierto para el juego y ahí, públicamente, cuenta si tienes o careces de habilidades… Dicho de otra manera: es imposible que un engañoso y tramposo, de estos que abundan, sobresalga si no tiene control, toque y goles.
                   -Y la literatura…
                   -Ahí vale todo, como en esas peleas encarnizadas que dan ahora. Cuenta el poder familiar, económico y de comunicación, máxime en estos tiempos. Antes era más limpio, romántico. Era importante ser escritor. Hoy  el hijo le dice al papi: “pa, quiero ser poeta”, “¡pues séalo no más, mijito!” (risas). “¡Yo lo llevo donde el Kike Morandé!”…
                    -Si es tan lapidario el asunto, ¿cómo lo haces para figurar en esa flora y fauna?
                     -Porque amo por sobre todas las cosas la creación literaria y  por mi temperamento, que tu padre llamaba carácter (sonríe).

Y resume, con un signo de melancolía:


                     -No sé cómo entró en mí la escritura. Hubo muchos que quisieron quitármela, para ahorrarme ese peso, o sacarme de la tarima. Más de alguna vez quise mandarla al diablo. No fue posible. Nadie, ni el más infame, podrán   quitar de mí lo que nació conmigo.



Mis dos maestros: Dios y mi madre


Llama la atención al conversar con Marchant  la tranquilidad que irradia. Ríe constantemente. Para él no  existe la incriminación. Nunca personifica una mala opinión de nadie. Escucha más de lo que habla. Observa serenamente. Sabe quién es quién en la literatura, pero se guarda el comentario. Parece un inconsciente de su talento. Le recuerdo que, ha mediado de los años ochenta, llamó la atención que un autor tan joven  como él apareciera súbitamente con ocho novelas inéditas, más si se tiene en cuenta que quienes crean novelas son siempre personas mayores, con experiencia y bastante documentación.

Eso tiene una explicación –comenta, a la manera de una justificación-. Estaba el gobierno militar y no se publicaba nada, salvo a ese puñado de escritores adherentes al dictador. Entonces yo escribía una novela y no sabía qué hacer con ella. Mis amigos eran deportistas. Nadie sabía de letras. Entonces la guardaba en una gaveta. Y así, hasta que animé a revelar algunas de mis creaciones a un profesor y posteriormente un grandísimo amigo: Jaime Hagel. Gracias a él gané el Premio Nacional de Novela Andrés Bello, porque me pasó el dato del concurso,  me motivó  como lo hizo en su momento don Mario Álvarez. Si no fuera por él todavía estaría juntando libros (risas).
¿Tanto demoraste en contar que escribías?
Sentía pudor enseñar lo que hacía en total discreción.  Soy lento en los asuntos míos. No así en los asuntos de los demás. Para la Campaña de Ricardo Lagos, 1999, trabajé al lado de Michelle Bachelet, durante meses. Conversábamos continuamente. Luego ella fue nombrada Ministra de Salud y después de Defensa. Hasta que un día nos encontramos casualmente y me invitó a visitarla a su despacho. Fue en esa reunión que le dije que yo había jugado en el Club Deportivo Aviación y que conocí a don Beto, su padre, Vicepresidente del club y General de Aviación de la Base Aérea de El Bosque, Alberto Bachelet…
¿Qué te dijo?
 Le llamó la atención mi exceso de prudencia. Don Alberto falleció en la Cárcel Pública y le manifesté el respeto que tenía por su familia. Le mostré fotos, mi carné de jugador, artículos que había escrito sobre su padre… Hasta un libro futbolero, “Toco y me voy…”, se lo dediqué y entregué, pues fue un hombre extraordinario. Estaba muy emocionada. Hablamos más de una hora. Gracias a esa conversación  soy amigo de su bellísima madre, la señora Ángela Jeria Gómez.
Su madre, Rosa Marchant es una mujer campesina del sur. De ojos claros. Llegó a los  quince años a Santiago. Jamás fue a la escuela. Su hijo reconoce que todo se lo debe a ella. Que de su boca escuchó las mejores enseñanzas. Cuando publicaron su primer libro, “El Abuelo”, puso la siguiente dedicación: “A mi mamacita, que nunca leerá lo que a través de su tierno néctar me enseñó, permitió que fuera un ave perdurable, pero que silba en otros troncos”.


                   -Qué es para ti tu madre…
                   -El espíritu de Dios, en cuyo pecho nos refugiamos, es una guía dulce y limpia, una bendición que tenemos todos.
                   -¿Eres creyente?
                   -Amo al Padre Celestial y a mi amigo Jesucristo –y continúa-. Mi madre me inculcó esa maravillosa  virtud de mirar al cielo. Ella, cada día, al alba, antes de retirarse al trabajo, nos encomendaba al Padre y a su Hijo. Éramos cinco criaturas y nunca nos ocurrió nada. Por el contrario, recibíamos ayuda y protección de vecinos bondadosos.
                 
                 
Hace una pausa, y añade:


                     -Mis sueños los alimentan Dios y mi madre, ellos son mis maestros supremos. Esto lo digo con mucho respeto.
                     -¿Percibes a Dios?
                     -Dios está en todos nosotros de forma redentora. Desea tener una relación personal y estrecha con  cada uno. Sólo debemos abrir el corazón y permitir que esa mancomunión  actúe en nuestras vidas: Él abre puertas, pero muchas veces el hombre se encarga de cerrarlas.
                      -¿Te gustaría enseñar alguna vez la Biblia?
                      -No –contesta tajante-. De manera muy sencilla puedo contar que convivir respetuosa y sinceramente con el Padre y su Hijo es algo hermoso, gratis, un acto de fe, de misericordia inexplicable, y que cuando ello sucede la vida tiene colores majestuosos, que antes uno no vislumbraba.
                       -Si vieras a Dios, ¿qué harías?
                       -Lo que pienso a menudo: sonreír, abrazarlo lleno de correspondencia y agradecer tanta cosa que experimenté, para su gloria y honra, porque fueron obsequios que Él me ayudó a conquistar.
Me habla profusamente de Dios. Narra bendiciones que ha visto en los demás. Se nota que le apasiona el tema. “Detrás de cada árbol está Dios”, señala. Le digo que soy ateo. Contesta calmadamente:

                         -Está bien. Acepto pero rechazo tu devoción a la nada…(risas).


Para el final he dejado un deseo personal. Se lo comento:


                          -Te parece que cerremos esta conversación con la lectura de algún relato…
                          -¿Un relato? ¿Cuál?
                          -El que tú elijas.

Abre el libro “El leve soplo de los vientos”. Selecciona “El mar”.

                           -¿Por qué tomaste ese?
                           -Porque eso sucedió cuando mi madre me llevó a conocer el mar…
                           -Qué edad tenías.
                           -Seis años.





Reinaldo Edmundo Marchant

                                 EL MAR




Cuando la madre llevó a sus cinco hijos a descubrir el mar, él imaginaba que era como un cielo bañado en lluvias. ¡Tonto, es de agua!, precisó su hermana.

Entonces imaginó que era como una piscina pero más colosal. ¡Tonto, tiene olas!, repitió la hermana.

¡Y tiene peces, sirenas, ballenas, tiburones…!

Comenzó a temer. A esconderse en la falda de su madre.

      -  ¡No pasa nada, son aguas que tocan música!- lo consoló ella.

Y el bus trabajosamente se lanzó a descender hacia el fabuloso piélago.

Pelícanos y gaviotas danzaban en la planicie azulenca.

Su pequeño corazón saltaba a la manera de una ardilla.

¡Ahí está!, gritó la hermanita, apuntando con la mano la traza marina.

Pudo ver ese gigantesco pecho celeste, agitándose, soltando espumas blanquecinas, jugando con algas y otras especies. Su rostro quedó embutido en el vidrio de la ventana. Nunca necesitó más ojos, oídos y visión  que lo ayudaran a observar la majestuosidad más grande del universo.

       - Lo que no ha inventado el hombre es muy perfecto- dijo la madre.

Y él la abrazó fuerte, por ese premio azul, las aguas del océano infinito.

Desde ese día, pidió más vista para observar, más sentidos para escuchar y más espíritu para recibir los regalos que descienden de las moradas altas y gloriosas.




(c) Francisco Almarcegui
San Vicente
Chile


*El autor de la nota, Francisco Almarcegui es escritor y libretista chileno-español

imágenes: fotografías gentileza Reinaldo Edmundo Marchant